Numero cuatro
Numero cuatro descripcion
—Víctor, Víctor…
La voz se hacía cada vez más débil hasta que naufragó en un denso silencio. El mundo se esfumó y solo quedó una mera conciencia de la esencia: “soy…”, “existo…” y nada más. Cero pensamientos, emociones, sensaciones. Todo se desvaneció. Me encontré suspendido en una dimensión sin tiempo ni espacio. Dimensión cero. Un instante eterno. Al menos así se grabó en mi memoria. De repente el vacío estalló fragmentándose en infinitas y filosas astillas de dolor, que implacablemente se clavaron en mi cabeza. La realidad estaba recobrando espacio y no de la manera más noble.
—Con cuidado, no se apuren.
—Levántele la cabeza.
—Presión arterial está bajando. Llévenlo directo al hospital de Orma. ¿Usted es su familiar?
—No, pero iré con él.
—Acompáñeme. ¿Su nombre?
—Elia.
Traté de abrir los ojos, pero las fuerzas me traicionaron y el mundo comenzó a dar vueltas pero no se apagó. “Pip”, “pip”, “pip”, se está acercando, “pip”, ” pip”, qué molesto, “pip”, ” pip”… ¡Qué insistente! “Pip”.
—Está volviendo en sí, llama al doctor Pedroso.
Volví a intentar abrir los ojos, pero algo insistía en mantenérmelos cerrados. En mi mente reinaba el caos bajo la funesta sinfonía del impertinente “pip”, que no cesaba de martillar mis desafinadas neuronas. La tentativa de examinar el resto de mi cuerpo no trajo resultados muy alentadores. No tenía fuerzas para nada.
—Está evolucionando bien, si sigue así mañana le cambiamos el tratamiento. ¿Quién entra hoy?
—Jiménez.
—Está bien, yo lo veo antes de irme. Mercedes, por favor dígale a sus familiares que está fuera de peligro. Buenas noches.
—Hasta mañana doctor.
Las voces se alejaron. Esa noche la pasé inquieto. Por momentos me parecía estar en otro lugar. Debe ser por la fiebre.
Al otro día me sorprendió una dulce caricia por la mejilla.
—¿Elena?
—Shhh, no te esfuerces mi amor.
Mi adolorido cuerpo me confirmó que lo que pasó no era una pesadilla.
—¿Dónde estoy? —pregunté con voz ronca.
—En el hospital, tuviste un accidente. ¿Cómo te sientes?
—Mis ojos…
—Están vendados.
Me iba a decir algo más, pero en ese momento una ruidosa discusión en el pasillo la dejó con la palabra en la boca.
—Pero comprenda seño, es solo un minutico. Solo para verlo con un ojo y nos vamos —retumbaba el inconfundible bajo de Rafael, mi jefe de brigada.
—Entienda señora, nos escapamos del trabajo para venir temprano, no podemos regresar así no más. —Ese es Pacheco, el plomero.
—Nos vamos a portar bien.
—Rapidito-rapidito.
—Ni se va a enterar.
—No vamos a molestar, se lo juro.
Excitados como unos niños allí estaban casi todos mis compañeros de trabajo. Con el ingenuo alboroto de los chiquillos de secundaria derribaban la valiente defensa de la enfermera. Al parecer el asalto resultó, ya que sonó la puerta y se estableció el silencio.
—¡Mira!, allí está nuestro héroe —dijo uno casi susurrando.
—Buenas —eso fue saludando a mi esposa.
—¿Cómo está?
—¿Despertó?
—¿Dijo algo?
—Que cómico lo pusieron. Parece la momia de la película del sábado.
—Quién lo mandó a ir pa’ arriba del KP3[ Forma popular de llamar los camiones de marca KRAZ(КРАЗ), importados de la Unión Soviética.]. Bastante bien salió. La bicicleta sí no hizo el cuento[ Fue totalmente destruida.].
—Dicen que se le había atravesado un niño…
—Sí, en la misma esquina. Acabadito de salir del trabajo.
—Esos niños que juegan en plena calle…
—¿Qué dijo el médico? ¿Está mejor? ¿Sí? Qué bueno.
—Oye fue un minutico.
—Ya, ya… ya nos vamos.
—Sí, vámonos.
—Dale, dale que Serrano debe estar, ya tú sabes…
—Bueno, que se mejore.
—Pasamos mañana después del trabajo.
—Hasta luego, señora, cuídelo.
Tratando de ser lo menos ruidosos posible, la visita sorpresa se marchó.
—Son tremendos tus colegas. Milagro tú me has salido tranquilo.
Trató de conducirse segura y animada, pero el sufrimiento de una noche en vela, desesperada, sin saber ni qué pensar, y un mudo reproche por descuidarme, se le notaba tras cada palabra. Lo que había oído, más lo que comenzaba a recordar era suficiente para imaginarme cómo estaba yo, y cómo la estaba pasando ella.
—Lo lamento.
En respuesta, tomó mi mano entre las suyas y la apretó inesperadamente fuerte. La besó y se quedó así sin despegarse, como si quisiera protegerme de lo que había ocurrido. Mis dedos se humedecieron. Eran sus lágrimas que se le derramaban del mismo corazón. Sabía cuánto me amaba.
El molesto “pip” se mandó a correr y cada vez más rápido.
—¡Ay cielo, perdona, yo…, no…! ¡Ay, qué hice, en vez de… mira! Por favor tranquilízate. ¡Enfermera!
Ligeros y apresurados pasos se acercaron a la cama. El “pip” se volvía insoportable.
—La culpa fue mía. Yo, bueno, no aguanté y…
—Está muy débil todavía. Cualquier emoción fuerte le puede hacer daño. Por favor tendrá que dejarnos.
—Sí… ¿cuándo…?
—Yo le aviso, no le haga hablar.
Mi esposa salió en silencio cuando todo comenzó a alejarse.
—María localiza a Jiménez. ¡Urgente! —Fue lo último que me alcanzó en el acelerado descenso.
—No, no te vayas. ¡Elena!
—Está moviendo los labios, está hablando. Por favor llame al médico.
—¿Qué dijo?
—No sé, lo único que entendí fue: “Elena”.
Estaba débil, pero con mucho menos dolor.
—Elena —mi voz apenas se oía.
—¿Elena? ¿Está llamando a alguien? —preguntó una joven voz femenina.
—A mi esposa. ¿Ya se fue? ¿Cuánto tiempo estuve desmayado?
—Bueno, desde el incidente es la primera vez que lo veo consciente.
—¡¿Qué?! ¿Cómo que desde el incidente?
Para mi sorpresa mis ojos no estaban vendados. ¿Entonces todo lo demás fue fruto de mi imaginación? ¿La visita de mis colegas, de mi esposa…? Estaba confundido. Me sentía extraño. Traté de levantar la cabeza para ver mejor. En vano, los músculos no respondían.
—¿Y mi esposa? ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Ya lo sabe? ¿En qué hospital estoy?
—¿Esposa? ¿Está casado? No tenemos ninguna información al respecto en su base de datos.
—¡¿Cómo?!
Hice otro esfuerzo por levantarme.
—No se preocupe nos encargaremos de localizarla. “Elena”, ¿cierto?
—¿Cómo que localizarla? ¿Qué turno es este? —me estaba alterando.
—Relájese por favor, no debe esforzarse tanto…
La sensación de que algo no encajaba se hacía cada vez más fuerte, y estar perdido e indefenso me empezaba a fastidiar. Mi entorno había cambiado: desaparecido el tedioso “pip”. La atmósfera a mi alrededor era distinta. ¿Más silenciosa? No sé, también el aire… Sí el aire era diferente.
—¿Dónde estoy?
Me imagino que la expresión de mi cara la preocupó.
—Por favor no se altere, está en el hospital, está bien, bueno, mejor. Ya mandé a buscar al médico.
—¿Qué hospital?
—Hospital Central de Orma.
—O… ¿Qué?
—Orma
—¿Dónde es eso?
—En Pirson, al pie de la montaña.
No podía ver su cara, pero por el tono de su voz, no parecía estarse burlando. Pero lo que decía no tenía ningún sentido. ¿Estaré soñando? Demasiado real. ¿O no?
—Pellízqueme.
—¿Perdón?
—Pellízqueme, fuerte —le dije bajando la voz.
Para poder escucharme se acercó tanto que pude ver su cara. Era una joven de unos veinticinco años. De finas facciones. Muy bonita, a pesar de la huella de preocupación que reflejaba su rostro. Durante unos instantes se quedó inmóvil mirándome fijamente. Esa imagen de sus expresivos ojos pardos en su cara de piel bronceada por el sol, orlada con su pelo castaño oscuro y a su vez destacada por un traje deportivo blanco, era digna de ser perpetuada en un lienzo.
El hechizo se derrumbó estrepitosamente, al oírse la voz del doctor. La joven se enderezó apresuradamente y mi pellizco pasó a la historia. “Si es un sueño, quiero que no se me olvide cuando despierte”, pensé y tuve que dejar el tema, porque mi atención fue completamente ocupada con el riguroso examen médico. Al finalizar el doctor Redmond, hizo llamar a la muchacha.
—El paciente le debe estar muy agradecido. Le salvó la vida —comenzó el doctor a decirle a la joven, cuando en la habitación entró un hombre uniformado de unos cincuenta y tantos años. Sus pequeños penetrantes ojos escanearon a todos los presentes.
—Buenos días soy el detective Maonsin. Me gustaría hacerles algunas preguntas —dijo revisando sus notas en sus lentes—. ¿Se encuentra Elia Tian?
—Sí soy yo.
—Según veo en el reporte usted contactó a la agencia de emergencias, ¿correcto?
—Así es.
—¿Es usted familiar del paciente?
—No —respondió mi enigmática cuidadora tímidamente. Mi mirada parecía restarle seguridad. Ya que ahora me dejaron semisentado, podía observarla mejor—. Yo fui quien lo encontró.
—¿Lo encontró? ¿Se refiere al lugar del incidente?
—Sí.
—¿Lo conoce? ¿Conoce a alguno de sus familiares?
—No.
—¿Tiene alguna idea de qué pudo haber ocurrido? ¿Vio algo inusual? ¿Escuchó algo?
—La puerta de la cabaña estaba abierta y se sentía olor a quemado.
—¿Algo más que quisiera aportar a la investigación?
—Ahora mismo no se me ocurre más nada.
—Está bien. Muchas gracias. Aquí tiene mi tarjeta, por si se acuerda de algo más. Si desea puede retirarse.
No quería que se fuera. Tenía chorro[ Sinnúmero.] de preguntas que estaba ansioso por aclarar, pero no sabía cómo retenerla. Por suerte ella tomó la iniciativa.
—¿Puedo visitarlo mañana?
—Por supuesto. El horario de la visita es de cuatro a siete de la tarde —respondió el médico, terminando sus anotaciones.
—Hasta mañana.
—Que le vaya bien.
—Bueno señor… —prosiguió el hombre en uniforme.
—Labrada. Víctor Labrada —respondí.
—Sus cejas se alzaron por un instante, pero fueron regresadas rápidamente a su lugar, devolviéndole a su rostro su acostumbrada expresión.
—Por qué no me cuenta del percance, que tuvo en su casa, ¿fue asaltado?
—No, no. Fue un accidente. Y no fue en la casa. Fue camino a la casa. Yo salía del trabajo en mi bici, como siempre lo hago y llegando a la esquina me salió al encuentro un niño que estaba corriendo detrás de una pelota. Tratando de esquivarlo sentí un frenazo y perdí el conocimiento. Dicen mis colegas que fue un KP3.
El doctor y el guardia intercambiaron miradas y el médico le hizo un gesto en dirección al pasillo.
—Descanse señor Labrada.
La puerta se cerró entregándome a mí mismo. Solo después que se fueron me di cuenta que le había contado del accidente de verdad. Todavía tendría que averiguar qué me pasó en el sueño. Tuve mucho tiempo para pensar y hacer hipótesis. Solo la enfermera de vez en cuando interrumpía mis reflexiones chequeando que todo estuviera en orden.
Al rato el sueño me empezó a vencer y cerré los ojos.
Pero no pude dormir. Una potente bocina de algún carro[ Automóvil.], seguido por un desesperante: “¡JOSEFINA-A-A! ¡Acaba de bajar mijita!”, fue la música que acariciando mis oídos me hizo… ¿Despertar? Sí, despertar. El ambiente de mi querida Habana era inconfundible. Lo percibía con los cinco… bueno, con todos los que tenía disponibles para aquel entonces, sentidos. “Dulce sueño”, pasó por mi mente. El dolor, al parecer opacado con calmantes, no se hizo esperar, y el familiar “pip” me saludaba con su armoniosa monotonía. Mi regreso al mundo de los mortales no lo notaron de inmediato, por lo que tuve tiempo de examinarme y orientarme. La cabeza estaba turbia, pero la venda de los ojos la habían quitado y pude divisar un vasto pedazo de techo. Mejor dicho: falso techo. También conté n veces los cuadritos que lo componían al alcance de mi vista. Veinte tres y medio. ¿Qué manera de comer basura? De acuerdo, pero, créanme era el único entretenimiento que tenía en aquel momento. ¡Ah!, y los chismes. Sí, creo que nunca en mi vida me había enterado de tantas noticias en tan poco tiempo. En un ratico las dos enfermeras le dieron la vuelta a La Habana entera. Analizaron, evaluaron y sentenciaron desde el vecino de la esquina hasta los altos funcionarios del país. Debatieron temas candentes en el área nacional e internacional, hicieron una amplia crítica al último capítulo de la novela, a la que le inventaron como cuatro finales, discutieron sobre la moda, hicieron planes para el futuro y todavía levantándose una de ellas con tono de disculpa le dijo a la otra: “Ay amiga después seguimos hablando. Déjame ver la cuarenta y tres que se me debe estar quedando sin oxígeno, a ver si el barco[ Una persona haragana, que descuida sus responsabilidades.] de Jorgito subió el otro balón.” Yo creo que el periódico Granma con todos sus periodistas y Radio Reloj con sus veinticuatro horas de transmisión, se quedaron cortos ante semejante eficiencia.
Al rato pasó el médico. Me felicitó por el buen estado de ánimo y me dijo que siguiera así, irritándome con su impecable maestría de responder todas tus preguntas sin decirte realmente nada. No me quedó otro remedio que calmarme y conformarme con lo que ya sabía.
El doctor se dirigió hacia su próximo paciente dejándome en compañía de mí mismo. En el agitado ritmo de la vida todo es trabajo, trabajo, trabajo. Después del trabajo corre para resolver esto o aquello, apenas tienes chance de detenerte para compartir con tus seres queridos. Y ahora sinceramente no sabía qué hacer con tanto tiempo libre. Me dediqué a recorrer mis recuerdos desde la infancia hasta el fatídico día del accidente. Estaba volviendo a mi rutina del falso techo, cuando de repente y muy inconveniente me entró picazón en la planta del pie. Por mucho que intenté, inmovilizado por numerosas vendas, no logré encontrar la forma de rascarme. Traté de ignorarlo, pero se hacía más y más fuerte. Para colmo no había nadie cerca y no quería gritar. Que frus - tra - ción. Mi liberación fue la pronta y muy oportuna llegada de mi esposa. Al verla, antes del saludo, antes de dejarla pronunciar media palabra le disparé entre dientes:
—¡Me pica!
Le costó unos instantes entender, y cuando lo logró, estalló de la risa. Secándose las lágrimas con una mano, con la otra se encargó de mitigar mi emergencia. ¡Qué alivio!
Pasé un tiempo muy agradable en compañía de mi mulata. Me atendía con tanto amor y ternura, que logró distraerme de mi crítico estado físico. Me convencí una vez más que no me había equivocado hace casi diez años atrás en decir que “sí” en la iglesia. Unos minutos más tarde cumpliendo lo prometido pasaron mis colegas. No los dejaron entrar, pero pudieron saludarme desde la puerta. Y por último mi suegro trajo a mis hijos.
—Por favor, familiares, abandonen la sala —sonó la voz de la enfermera en tono que no admitía contradicción.
—Cuídate mi amor, no hagas disparates.
Se restableció el silencio. Meditando en como pasé el día me acordé entre otras cosas, que no llegué a decirle nada del sueño a Elena. Me imagino que de todas formas no me iba a dejar hacerlo para que no me esforzara demasiado. Mañana sin falta se lo voy a contar, aunque sea en tres palabras. Finalmente mis párpados se llenaron de plomo y, acomodándome lo mejor que pude, me rendí en los brazos de Morfeo que me fue llevando lentamente a…
—Buenos días. Hora del desayuno. No lo puedo dejar dormir más. Ahorita viene el médico y tiene que estar en forma. —Escuché una voz que cada vez se hacía más clara.
“Una broma” me dije por dentro. No tenía reloj, pero mi esposa se fue sobre Ias seis de Ia tarde, más el tiempo que pasé meditando, a lo sumo serían Ias nueve de la noche. Pero Ia voz seguía insistiendo y no tuve otro remedio que subordinarme. Con tremenda mala cara abrí los ojos, y después los tuve que abrir todavía más. Ante mí estaba...el sueño. Sí, pero no el mismo sueño, sino que el amanecer del día siguiente donde lo había dejado Ia noche anterior. Era Ia continuación del otro sueño tan claro como si fuera en Ia vida real.
—Perdón, ¿yo estuve aquí ayer?
La enfermera, una señora de unos cuarenta años encajaba perfectamente en el dicho ruso que afirma: “De buena persona debe de haber bastante”. Todo en ella era suave, desde sus manos, hasta su corazón. Y con ese trato que suelen tener Ias abuelas con sus nietos, en Ia edad de los “¿por qué?” me respondió:
—Cuando entré hoy por Ia mañana, ya usted estaba aquí, y según el turno de ayer, lo trajeron antes de ayer por Ia tarde.
Todo coincide, Increíble. ¿Cómo puede ser? ¡Yo nunca había oído hablar de sueños que se mantienen de un día para otro, y menos con tanta coherencia!
—Con permiso, tengo que reemplazarle el kit de recolección de sangre. Puede que le moleste un poco.
—¡A-a-ay!
—¿Qué pasó?
—¡¡¡Me dolió!!!
—Disculpe, señor. Es un procedimiento muy necesario para poder administrarle sus medicamentos…
Pero yo había dejado pasar por alto sus comentarios. ¡Me dolió! Y muy auténtico. La sensación de la aguja en mi piel se percibía demasiado real. ¿Y si me despierto? ¿Cómo hacer en un sueño para despertarse? No lo he intentado. ¿Será posible? ¿Y si no le sigo Ia rima al sueño? “¿Y si no es un sueño?” de repente pasó por mi mente. ¿Entonces qué es? ¿Estoy delirando? No parece, me siento…bueno no sé cómo se siente uno cuando delira.
—Por favor, gire un poco la cabeza, voy a cambiarle Ia venda.
Me subordiné mecánicamente, sumergido en mis reflexiones. ¿Y cuándo se acaba esta vez? ¿Y si no se acaba? En algún momento tengo que despertarme, ¿no? Esta última idea me tranquilizó y decidí dejarme llevar por la corriente. Además quería ver a la muchacha y oír su historia de cómo me encontró, quién es ella y qué cree que yo hago aquí. Es un poco absurdo exigir tanto a un sueño, pero yo no tenía nada que perder y tampoco mucho que hacer.
—¿Cómo siente las manos?
—¿Qué? —pregunté distraído— ah, las manos —las miré.
Estaban encerradas en una especie de mangas rígidas que cubrían la mayor parte del antebrazo y la muñeca dejando los dedos libres. Desde cada dispositivo se extendía un cable eléctrico. En el medio se veía una pantalla que mostraba diferentes símbolos y figuras de colores que cambiaban constantemente.
—Bastante bien —respondí.
—¿Puede mover los dedos?
Eso sí fue más complicado. Apenas se movían, pero no sentía dolor. Se lo dije.
—Tiene bloqueo de nervios periféricos. Vaya haciendo ejercicios. Poco a poco. Según el médico, puede demorar varias semanas en recuperar el movimiento. Mientras, será alimentado como los bebés, concluyó extrayendo de una mesita móvil mi desayuno.
—Por favor abra la boca, am…
¡Guau! ¿Cuán lejos me remite eso? ¿Un año? ¿Dos? Me acordé de aquel video de los archivos familiares, donde mi mamá, con toda la paciencia del mundo, me daba la comida. Había desarrollado una gran destreza para que la mayor parte de los alimentos terminaran en mi boca y no en mis cachetes, nariz o incluso en el cabello. Y mírame aquí, otra vez pasando por la misma experiencia. Cómo da vueltas la vida.
—No se apure. ¿Está cómodo? ¿Lo levanto más? ¿No? Está bien, otra…correcto.
Era una crema de un sabor agradable especial para estas ocasiones. Un poco después llegó el médico y pasé otro rato bastante entretenido.
—Bien —se dirigió a Ia enfermera al final—. Prepare lo necesario para su siguiente recuperación a domicilio.
El sueño se está poniendo interesante. Voy a conocer “mi casa”. Cuando me despierte tengo que contárselo a Elena sin falta. La tarde me Ia pasé viendo una televisión extraña, escuchando música extraña. En fin, todo era extraño. Me sentía como Alicia en el país de Ias maravillas. Para mi decepción la muchacha no vino a verme y eso me puso un poco triste. Me sentía solo en ese mundo desconocido. Las enfermeras eran Ias únicas personas que visitaban de vez en cuando mi hábitat, pero estaban bastante ocupadas y no tenían tiempo para charlar. Tuve que conformarme con Ia TV. Durante la noche estuve desvelado. Pensé en mi familia, Ia extrañaba. ¿Cómo estarían ellos? Claro que lo sabré cuando me despierte. ¿Pero cuándo será esta vez? Pensé en mi trabajo, en mis compañeros. Y traté de recordar con detalles cómo había ocurrido el salao accidente. Y en muchas cosas más.
Así entre Ia tele y reflexiones había llegado el amanecer, y con él el médico escoltado por dos enfermeras. Una de ellas sostenía una especie de colcha gruesa en una mano y un abrigo en la otra.
¡Verdad! Hoy me daban de alta. ¿Cómo se me podía olvidar? Pero, ¿quién me viene a buscar? ¿Y ese abrigo?
—Buenos días —dijo el doctor— ¿Cómo se encuentra hoy? Espero que se haya sentido bien atendido en nuestro hospital. Ahora podrá seguir su recuperación en un ambiente más agradable, cómodo en su casa. Teniendo en cuenta la complejidad de sus heridas le recomiendo que sea atendido y monitoreado por una enfermera profesional. Si no tiene ninguna objeción, ¿no? perfecto.
—Señorita Tian —se dirigió a Ia enfermera del abrigo— acérquese. Ella va a atenderlo a partir de ahora.
La muchacha se acercó y entonces Ia reconocí.
—¿Usted? —me sorprendí.
—¿Por qué no? —sonrió ella.
—Pero ella no fue Ia que...
—Sí, —sonrió también el doctor— su rescatadora.
—Estaba de vacaciones. Alpinismo en solitario.
—Y como usted vive en un lugar tan intrincado, y a ella le encantan las montañas — continuó el doctor— y es fiel a su deber...
—Voy a unir vocación con los conocimientos de la vida en Ias alturas.
Debí tener cara de tonto, porque al taparme con Ia colcha me dijo con notas pícaras.
—No se preocupe, va a estar bien.
¡Y ahí comenzó Ia aventura más increíble de mi vida! Bueno, de mi sueño.
Con la rapidez y exactitud de cada movimiento yo fui convertido en un objeto móvil. Con maestría y destreza de profesionales fui transportado hasta el elevador. Todo iba bien hasta que llegamos a una puerta que decía “ambulancias”, al abrirse Ia cual, a mis pulmones los sacudió un fuerte frío. Tardé unos segundos en adaptarme a Ia sensación. Los ojos me lloraban y preferí mantenerlos cerrados. Creo que fue la primera vez que recordaba con cariño el sofocante calor de La Habana. Por suerte no duró mucho, porque me montaron en la ambulancia. La sorpresa me esperaba cuando el vehículo chiflando y estremeciéndose se balanceó en el aire. Era un helicóptero. No me podía quejar. No sabía cómo era volar en un helicóptero de verdad, pero el del sueño se sentía fantástico. Con ayuda de mi nueva nana pude mirar por Ia ventanilla. Abajo se estiraba hasta el horizonte una enorme ciudad pintada de blanco. “Nieve”, pensé y acerté. Voy a conocer Ia nieve. Estaba excitado. Parecía un muchacho con un juguete nuevo. Por un tiempo se me olvidó por completo que estaba soñando y me divertí cantidad. La nave cambió el rumbo, y majestuosas montañas con sus picos blancos deslumbrantes en el sol sucedieron el laberinto de calles. Pasaron unos minutos y debajo se derramó un lago rodeado de una alfombra de pinos, desde verde oscuro, hasta casi azules. Estaba fascinado. Realmente ni Ia pantalla ni Ias fotos reflejan todo el esplendor de estos lugares. Y era aquí, según mi dirección que había escogido vivir. En una cabaña de madera, en Ia cima de una colina, que desde el aire parecía de juguete. Comenzó el descenso. Un poco separado de la edificación principal vi un círculo de concreto con otra nave. Yo decidí disimular que todo estaba bien, hasta quedarme a solas con mi enfermera, para después desquitarme comiéndola a preguntas. Era lógico que yo veía esa casa por primera vez, pero no quería crear confusión. Por lo que con Ia exclamación “Hogar, dulce hogar” permití que me acostaran en “mí” cama. La ambulancia se marchó y el silencio actuaba agradablemente relajante. Miré alrededor.
—Ayer traté de organizarla lo mejor que pude. No sé si estará bien. Todo estaba lleno de vidrios. Todavía se siente olor a quemado. Si quiere, me cuenta qué le pasó. Lo encontré a unos metros de Ia entrada postrado en la nieve —decía mi nueva nana acomodando Ias cosas.
“Lindo sueño”, cruzó por mi mente, mientras observaba la vivienda, y me atrapé en el pensamiento de que me agradaba ese ambiente. Mi mirada pasó por el estante con largas hileras de libros, hecho a Ia manera antigua. Del otro lado se encontraba una gran mesa, llena de torres de papeles, que contrastaban bastante con el ultra-moderno diseño de una computadora. Seguí mi recorrido y me llamó Ia atención el espejo en Ia puerta del escaparate, grande e impecablemente limpio. Y ahí, justo en ese mismo instante, mi bonito sueño, en menos de un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en mi peor pesadilla. Los pelos se me pararon de punta, el corazón dio un brinco en el medio del pecho y se mandó a correr. Desde el espejo me miraba otro hombre completamente desconocido. Y ese hombre estaba en la cama. Y ese hombre era ¡¡¡yo!!! Un rayo traspasó mi mente haciéndola estallar en diminutos pedazos. Un tornado atravesaba mi cerebro, destrozándolo todo a su paso, levantando al aire desordenados fragmentos de imágenes, pensamientos, sensaciones, y después de jugar con ellos unos segundos los lanzaba con incontenible furia en todas las direcciones como si tuvieran Ia culpa de estar en su camino. Los relámpagos no cesaban alumbrando con su luz fatalista escenas del escalofriante desastre. Desapareció “arriba”, “abajo”, dimensiones y límites. Todo se estremecía bajo la influencia de una gigantesca batalla entre dos titanes, convirtiéndose en un cataclismo. Una ola de recuerdos me invadió y una conciencia ajena empezó a desplazarme. La lucha por el espacio continuaba. Era como si alguien de repente te viera por dentro, todo lo que eres, lo que piensas, se entere de todos tus recuerdos y al mismo tiempo a ti te esté sucediendo lo mismo.
—¿Quién eres tú? ¡Sal de mi cabeza!
—¡Eso te digo yo!
—Tú te metiste aquí. ¿De dónde rayos saliste?
—Yo estoy en mi cabeza y el dueño aquí ¡Soy yo!
—¡No yo!
—¡No yo!
Finalmente sucedió una fusión y quedé ¿yo?, o ¿yo? Ni uno ni otro. Quedé YO. Es difícil describirlo. Ni siquiera lo entendía. Era yo, pero como si fuera doble. Ese estado me daba náuseas. No sé qué tiempo pasé tratando de controlarme, o controlarnos. Me sentía doblemente desnudo. Me sentía... no sé ni cómo me sentía. Era terrible. Solo ahora, después que se estableció una dudosa e insegura tregua, obligada por el agotamiento, es que el cerebro pudo prestarle un poco de atención al mundo exterior. Estaba sofocado, tirado en el suelo, en medio de la habitación botando sangre por Ia nariz. Al levantar la vista, vi a Elia encogida en Ia esquina, y por su cara deduje que lo que pasó fue realmente estremecedor. A una enfermera, que pasa sus vacaciones sola en Ias montañas, no la asustas con cualquier cosa. Las fuerzas me habían dejado. No podía mover ni un músculo. Me quedé postrado, con los ojos muy abiertos y Ia respiración agitada. Todas mis heridas estaban gritando de dolor. Ella se quedó inmóvil sin atreverse a dar un paso y sin quitarme Ia vista de encima. Estaba temblando. No sé qué tiempo habíamos pasado así. Llegó el momento que el impulso de auxiliarme prevaleció sobre el susto y poniéndose de rodillas comenzó a examinarme con Ias manos todavía temblorosas.
—Presión arterial 180/120. Frecuencia cardíaca 123. Saturación 97. Laceraciones cutáneas superficiales. Sangrados capilares. No se detectan fracturas o articulaciones descoyuntadas. Sin síntomas de sangrado interno… —confirmaba ella en voz alta tratando de concentrarse.
—No lleva hospitalización —concluyó y se lanzó tras su maletica.
Mi cerebro se bloqueó. Lo percibía todo pero no reaccionaba de ninguna manera. Solo constataba los hechos y nada más. Después de curarme cuidadosamente me acomodó en su saco de dormir. Recostándose a Ia pared cerró los ojos. Mientras en mi cabeza se libraba una fuerte batalla por restablecer el orden e interiorizar Ia nueva situación. En el transcurso del día Elia trató de hablarme varias veces, pero yo me había encerrado en mí mismo y apenas la escuchaba. Cuando volví en mí, ya era de noche. Mi lamparita de mesa alumbraba a mi cuidadora que se había quedado dormida sobre un libro. “Valiente” pensé rememorando a lo que tuvo que enfrentarse hoy. Quise despertarla, para que se acostara pero no estaba preparado para enfrentarla. Al amanecer todavía me quedaban muchas dudas. Pero de algo sí estaba seguro: lo que estaba pasando no era un sueño, y de que cerrando los ojos aquí, los iba a abrir allá. Pasé un rato más preparándome para ese momento, para finalmente darle su merecido descanso a mi estropeado cuerpo.